—¿Qué implica "una educación para cualquiera y para cada uno"?
En tiempos en que gobierna la idea de educar a todos, la pretensión o ilusión de que la escuela abandone su carácter excluyente y de homogeneidad, educar podría significar comprender que el destino de nuestros gestos educativos debería dirigirse a “cualquiera”, a cualquier otro, independientemente de su condición, su origen familiar, su cuerpo, sus modos de hacer, su apariencia. Es una tarea en principio igualadora y que se opone al “orden natural de las cosas”, es decir, a ese orden consagrado por los que adoran los privilegios, y los sostienen. El gesto de educar, en efecto, se dirige a cualquiera, pero no olvida que los efectos de ese pasaje son singulares. Como si educar fuese un arte frágil según el cual habría que saber cuándo nos dirigimos a cualquiera y cuándo a cada uno. Hay aquí, también, una diferencia esencial entre las responsabilidad del enseñar y del aprender: enseño a cualquiera, aprende cada uno.
—¿Cómo se traduce este principio de igualdad en la cotidianidad de la escuela?
Me alejo de las nociones utópicas o progresivas de la igualdad, porque en general se sustentan en una larga serie de pequeñas y dolorosas desigualdades. La igualdad que pienso se parece a “un amor a primera vista”, ese momento en el cual no importa tanto de quién se trata o cómo se es, y se convierte en una “igualdad primera”. El docente es, de hecho, un “igualador”, lo que no quiere decir un “homogenizador”. Su punto de partida es la construcción de una paridad no equivalente, no idéntica, entre todos los que componen el espacio educativo. Pero esto se realiza a través de pequeños gestos, “gestos mínimos” como suelo llamarlos, que hacen sentir a cualquiera y cada uno su implicancia con lo común. Y lo común tiene que ver con lo público, esto es, con lo que debería estar a disposición de todos, y así se expone, visiblemente, delante de todos.
—El ministro Sileoni dijo recientemente que la escuela cumple una función contracultural, en relación a la diferencia entre los valores y hábitos que se propone inculcar y lo que predomina en la sociedad. ¿Qué opinión le merece esta aseveración?
Me da la sensación, sin haber leído exactamente los dichos del ministro, que la escuela es o podría ser un paréntesis en el vértigo de una cierta idea del mundo, sobre todo de ese mundo mediático y publicitario que atosiga a la infancia, a la juventud y a los adultos, con un devenir irremediable de consumo, exitismo y auto-ayuda. La hipocresía es evidente: se le pide a la escuela ser el sitio de la formación por excelencia mientras alrededor el mundo desangra y se desangra, hace doler y duele. El ejemplo emblemático es, a mi entender, el de los cuerpos: insistimos en la escuela con ideales que intenten huir de la pretensión de un cuerpo normal, de un aprendizaje normal, de un comportamiento normal, pero ese mundo instala al mismo tiempo la violencia, la violación, la anorexia como modos de relación; en fin, una noción de belleza y de normalidad que echa a perder toda la potencia de las diferencias de lo humano.
—En estos sentidos, ¿qué temáticas debieran ser imprescindibles en la formación docente?
La formación docente es un punto de encuentro en medio de un tembladeral: conviven allí biografías diferentes, disciplinas diferentes, generaciones diferentes, modos distintos de ver el mundo. Estamos delante de una complejidad de tal magnitud que, creo, habría que tomar algunas decisiones con respecto a la “figura del maestro”: ¿Deseo de enseñar, de emprender una travesía junto a otras edades? ¿Una figura ética y/o jurídica? ¿Qué relación debería guardar esa figura con la lectura y la escritura? ¿Un maestro investigador y/o lector? ¿Celoso del aprendizaje del otro, o donador de tiempo y de palabra para que el otro pueda aprender? ¿Acatamiento o rebelión? En resumen: esa figura es centro de un debate incesante que aún no encuentra -ni se si es posible que lo haga- una cierta estabilidad. Quizá yo pertenezca a una “vieja” escuela y siga creyendo en la centralidad y responsabilidad del docente en cuanto a dar a los demás una cierta pasión, un cierto amor al mundo.
—Respecto de la reciente incorporación de tecnologías digitales en el aula, ¿se transforma el vínculo docente-estudiante a partir del uso de las netbooks?
Diría que se transforma el mundo y, por lo tanto, también las relaciones que lo componen. No dudo de la necesidad de incorporar lo nuevo en la educación, pero sí del hecho de pensar la educación como una asimilación permanente y dócil de las “novedades”. Como si la escuela siguiera el curso inevitable de una cierta y determinada idea del progreso y abandonara su sensible e imprescindible relación con lo contemporáneo y con el pasado. El gesto de conciliar la novedad con la educación es permanente, lo que no altera su mirada más ancha y honda: una relación compleja y ambigua con un mundo que no se compone apenas de lo nuevo y novedoso, sino que ejercita una suerte de detención en el tiempo y memoria de todo aquello que es anterior a cada uno de nosotros. Aún así, vale la pena insistir en que los docentes no somos meros “gestores del aprendizaje” de los alumnos. Esa figura, cada vez más creciente y difundida en medios académicos, evita la asunción de una responsabilidad mayúscula y ética, como lo es el del enseñar, en el sentido de un gesto que invita a una travesía desconocida, con palabras desconocidas, hacia un conocimiento aún ignorado.
—"La escuela es aburrida para los chicos de hoy" es una afirmación que se repite. ¿Qué noción de entretenimiento debiera trabajarse en un proceso pedagógico?
Es crucial aquí la diferencia entre “tiempo de trabajo” (en cuanto a tiempo de productividad, en cuanto a tiempo utilitario) y “tiempo libre” (en relación a su independencia con el mundo del trabajo), tanto para los chicos como para los adultos. No todo puede ser convertido en ocupación, ni todo puede transformarse en un espectáculo permanente. Recuperar la idea de “tiempo libre” tal vez ayude a mediar en una concepción de escuela que no es sedentaria ni tampoco un reality-show. Pero no hablo de un “tiempo libre” como tiempo vacío, sino de aquel tiempo liberado de la carga de que todo tiene que tener una finalidad, un producto, un objeto. “Tiempo libre” es esencial para que la infancia no entre en la desdicha de un mundo que todo lo ve bajo la óptica del éxito, del suceso, del logro. De todas las palabras que habitan nuestro vocabulario, quizá “éxito” sea la más venenosa, la más corrupta de todas ellas.
Carlos Skliar es investigador de CONICET y fue coordinador del Área de Educación de FLACSO-Argentina entre 2008 y 2011. Realizó estudios de posgrado en Italia, España y Brasil y ha escrito numerosos ensayos educativos y filosóficos. También ha publicado libros de poemas y micro-relatos y condujo el programa radial Preferiría no hacerlo, por FM La Tribu.
Skliar disertará en la conferencia “Educar a cualquiera y a cada uno, en la igualdad y la singularidad”. En sus palabras: En tiempos en que se insiste con la necesidad de una educación para todos, sería razonable pensar en una educación para cualquiera: cualquier niño, cualquier joven, cualquier adulto. La idea de igualdad no es una promesa sino una práctica inicial, una igualdad primera, a partir de la cual es posible imaginar los efectos singulares de las acciones comunes.