Autor: Ignacio Calderón Almendros, Profesor de Teoría de la Educación de la Universidad de Málaga. Publicado en Edu21
Una niña acaba de iniciar la educación infantil. Al principio entra desconcertada, tratando de encajar una nueva situación lejos de la red de protección de la familia y sus significados. En breve se da cuenta de que puede ir cada día a la escuela para vivir, para compartir experiencias con sus amigos y amigas, para divertirse.
Los aprendizajes nacen y crecen libremente, directamente unidos al resto de sus aprendizajes vitales, porque en nada se diferencian: la escuela y su contexto de pertenencia generan estímulos similares para la construcción de significados, puesto que se elaboran a partir de la experiencia. Lo que aprende en casa sirve para cuestionar lo que aprende en la escuela y viceversa. Todo tiene sentido: educar implica generar contextos en los que los niños y las niñas pueden desarrollarse haciéndose preguntas y generando respuestas en el proyecto vital. Es ella la que se hace las preguntas, y quien con la ayuda de los adultos y el resto de compañeros y compañeras genera las nuevas construcciones. La escuela contribuye así a que la persona, el niño o la niña, avance en la búsqueda de sentido para su vida, su experiencia y para la realidad que le rodea.
Un docente inicia su trayectoria profesional. Cuando comienza a prepararse para ello, la intención es la de contribuir a que los chicos y chicas a su cargo aprendan, lo que significa encontrar nuevas preguntas y respuestas a esas preguntas. Necesita conocer a su alumnado, saber sus necesidades e intereses, y tratar de ofrecer los estímulos necesarios para que sus intervenciones propicien el desarrollo del alumnado. Será conveniente que se adecue a sus necesidades, a la realidad que tiene delante, con sus fortalezas y debilidades. Por ello necesita preguntarse continuamente: ¿qué necesita este alumno o esta alumna y en qué puedo yo contribuir a que lo consiga? Esta perspectiva nos permite a los docentes construir un proyecto pedagógico que ofrece un sentido educativo a nuestra labor profesional. Es decir, el trabajo aporta a nuestra vida un sentido, en la medida en que somos nosotros los que evaluamos, diseñamos y desarrollamos un proyecto pedagógico. Esto nos devuelve a la búsqueda de sentido de nuestro quehacer diario, en un contexto que se convierte así en un espacio de vida y relación.
Sin embargo, a menudo es la realidad institucional la que hace que la actividad que vertebra la vida en las aulas –la de esa niña y ese docente– se vaya distanciando paulatinamente de esta dinámica de construcción de sentido. El profesorado se ve superado por la ingente cantidad de demandas que la administración, la sociedad en general, la institución, los compañeros, las familias y el alumnado le hacen en torno a su actividad. Pero de todas ellas, hay algunas que finalmente son las que hegemonizan las actuaciones, por contar con la legitimidad de la tradición y el poder de la norma. Todas ellas, como un todo uniforme, van aniquilando la creatividad en el proceso de construcción de sentido en la actividad docente, que se pliega a los protocolos estandarizados de las editoriales, y con ello a las demandas e intereses de una sociedad de mercado. Se va perdiendo, así, el sentido de educar y educarse, en la medida en que son otros quienes deciden qué, cómo y cuándo se ha de aprender aquello que se trabaja comúnmente en la escuelas. ¿Qué estoy haciendo?, nos preguntamos los docentes; ¿Para qué me sirve esto?, se pregunta el alumnado. Y pasamos, sin darnos cuenta, a asentar nuestra tarea en el control de la productividad de nuestro alumnado en lugar de liberar y alimentar sus posibilidades educativas. Educar es necesariamente abrir las mentes de los niños y las niñas a la vida, pero en este proceso nos tornamos en uno de los mayores impedimentos para que lo hagan. Les negamos y nos negamos la vida.
Hace tiempo que el proyecto homogeneizador de la escuela nos tiene perturbados. Todos los niños y las niñas han de aprender lo mismo, al mismo tiempo y de la misma forma, y los docentes hemos de seguir los protocolos estandarizados que de igual forma realizamos en contextos muy dispares. Las políticas públicas de educación en la última década están muy condicionadas por los estándares que desde pruebas, materiales y organismos internacionales se están imponiendo como verdad absoluta. Pero esto aniquila el proyecto autónomo de búsqueda de sentido que todos los componentes de la comunidad educativa queremos y podemos generar. Proyectos personales y colectivos que urge engarzar de manera participativa para satisfacer las verdaderas demandas de una escuela para todos y todas.
Necesitamos construir sentido desde la comunidad, porque todas las personas tenemos y carecemos algo. Pero todas, en la medida en que no deleguemos nuestra responsabilidad moral en terceros, podemos contribuir a que la escuela sea un espacio de confrontación, liberación y colaboración que, cuestionando las ideas y prácticas que nos han llevado hasta la actual crisis, contribuya a ofrecer una lógica más humana a la vida que compartimos en ella.
Publicación original
Un docente inicia su trayectoria profesional. Cuando comienza a prepararse para ello, la intención es la de contribuir a que los chicos y chicas a su cargo aprendan, lo que significa encontrar nuevas preguntas y respuestas a esas preguntas. Necesita conocer a su alumnado, saber sus necesidades e intereses, y tratar de ofrecer los estímulos necesarios para que sus intervenciones propicien el desarrollo del alumnado. Será conveniente que se adecue a sus necesidades, a la realidad que tiene delante, con sus fortalezas y debilidades. Por ello necesita preguntarse continuamente: ¿qué necesita este alumno o esta alumna y en qué puedo yo contribuir a que lo consiga? Esta perspectiva nos permite a los docentes construir un proyecto pedagógico que ofrece un sentido educativo a nuestra labor profesional. Es decir, el trabajo aporta a nuestra vida un sentido, en la medida en que somos nosotros los que evaluamos, diseñamos y desarrollamos un proyecto pedagógico. Esto nos devuelve a la búsqueda de sentido de nuestro quehacer diario, en un contexto que se convierte así en un espacio de vida y relación.
Sin embargo, a menudo es la realidad institucional la que hace que la actividad que vertebra la vida en las aulas –la de esa niña y ese docente– se vaya distanciando paulatinamente de esta dinámica de construcción de sentido. El profesorado se ve superado por la ingente cantidad de demandas que la administración, la sociedad en general, la institución, los compañeros, las familias y el alumnado le hacen en torno a su actividad. Pero de todas ellas, hay algunas que finalmente son las que hegemonizan las actuaciones, por contar con la legitimidad de la tradición y el poder de la norma. Todas ellas, como un todo uniforme, van aniquilando la creatividad en el proceso de construcción de sentido en la actividad docente, que se pliega a los protocolos estandarizados de las editoriales, y con ello a las demandas e intereses de una sociedad de mercado. Se va perdiendo, así, el sentido de educar y educarse, en la medida en que son otros quienes deciden qué, cómo y cuándo se ha de aprender aquello que se trabaja comúnmente en la escuelas. ¿Qué estoy haciendo?, nos preguntamos los docentes; ¿Para qué me sirve esto?, se pregunta el alumnado. Y pasamos, sin darnos cuenta, a asentar nuestra tarea en el control de la productividad de nuestro alumnado en lugar de liberar y alimentar sus posibilidades educativas. Educar es necesariamente abrir las mentes de los niños y las niñas a la vida, pero en este proceso nos tornamos en uno de los mayores impedimentos para que lo hagan. Les negamos y nos negamos la vida.
Hace tiempo que el proyecto homogeneizador de la escuela nos tiene perturbados. Todos los niños y las niñas han de aprender lo mismo, al mismo tiempo y de la misma forma, y los docentes hemos de seguir los protocolos estandarizados que de igual forma realizamos en contextos muy dispares. Las políticas públicas de educación en la última década están muy condicionadas por los estándares que desde pruebas, materiales y organismos internacionales se están imponiendo como verdad absoluta. Pero esto aniquila el proyecto autónomo de búsqueda de sentido que todos los componentes de la comunidad educativa queremos y podemos generar. Proyectos personales y colectivos que urge engarzar de manera participativa para satisfacer las verdaderas demandas de una escuela para todos y todas.
Necesitamos construir sentido desde la comunidad, porque todas las personas tenemos y carecemos algo. Pero todas, en la medida en que no deleguemos nuestra responsabilidad moral en terceros, podemos contribuir a que la escuela sea un espacio de confrontación, liberación y colaboración que, cuestionando las ideas y prácticas que nos han llevado hasta la actual crisis, contribuya a ofrecer una lógica más humana a la vida que compartimos en ella.
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